Era ella, sentada en el suelo, vestida con mi camiseta y un par de besos.
Se tomaba con gracia un café, mientras se fumaba un cigarro, tomándose, a la vez, su tiempo.
Su forma de deshacer mi cama, de no estirar las sábanas jamás.
Aún recuerdo su espalda tatuada, su media sonrisa cuando algo no le parecía del todo bien.
Su cara de picardía cuando me soltaba algún que otro improperio, su manera estrambótica de masticar chicle, su cara inocente llena de una dosis letal de maldad.
Era ella, la que a veces juró ser mi vida, ella, la que prometió no desaparecer jamás de mi lado.
Se esfumó como el humo de aquel cigarro, se consumió entre mis dedos, su pelo negro se convirtió en dorado, y de un día a otro se dejó vestir con otras ropas.
Todas las promesas que me hizo se me clavan ahora en la piel, como antes sus ojos negros.
Aún consigo recordar su voz, pese a que poco a poco se desvanece en mis recuerdos.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
A veces desearía borrarla para siempre de mi cabeza, que se esfumase de mi vida, que nunca hubiese existido para mí, otras, sin embargo, me alegro de haberla tenido, de haber compartido sus manías, sus discusiones, su rara forma de ser.
Pese a toda esa presión que siento en el pecho cuando descubro una cama vacía al caer la noche, aún mantengo la esperanza.
Volveré a vestir de besos a otra mujer, perderé mi ropa en un armario ajeno.
Ella dejó una huella imborrable en mí, pero las huellas de la vida siempre quedan en el pasado.
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