miércoles, 9 de enero de 2013

Tarde.


¿Alguna vez han notado como si poco a poco le abriesen el esternón en dos?
No es algo que te ponga triste, es algo que físicamente duele, que traspasa la barrera de lo emocional. La melancolía se vuelve bota y te pisotea el pecho.
Así era cuando él pronunciaba ¨las palabras¨, cuando lejos de querer hacerme daño, sólo quería darme ilusiones.
Su poco a poco me sabía a decepción y no podía borrarme el sabor amargo de los labios.
Él me quería, supongo que de eso no había duda, él, a veces, me lo decía, pero yo necesitaba algo más.
Saben, igual que sé yo (y si no lo saben, siento lástima por ustedes) el calor que desprenden los ojos cuando miran a quien quieren, el pellizco que se coge en el estómago y se nota en los párpados cuando se besan. Yo tenía aquel pinchazo. Él no.
Necesitada dejar de encorvarme sujetándome el pecho cuando, en un grito ahogado de dolor él me susurraba lenta y cruelmente al oído: ¨algún día te querré así¨ para que dejase de llorar.
Estábamos juntos, no éramos tan distintos como pensábamos y con querernos despacito era suficiente, hasta que me levanté una mañana y simplemente lo supe; le quería.
Le quería más que a nadie en el mundo, más que nunca a nadie.
Nunca odié tanto los domingos, ni Ceuta.
Necesité entonces más, y él, temeroso no quería dármelo, no por ahora.
Tiempo, tiempo, tiempo. Siempre mi enemigo.
Su pasado me aplastaba.
Cómo, sabiendo que al abrazarlo yo sólo podía pensar ¨Dios, que no se vaya nunca¨, él pensaría lo mismo. Cómo fiarme.
Saben, señores, lo que vuestras almas sienten, pero siempre habrá hueco para la duda sobre un corazón ajeno.
Y es que, para él era pronto, para mí, era tarde.

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