Allí estaba ella, acababa de apagar su última colilla y soltaba el humo con parsimonia, como si no estuviese esperando nada, pero, su vida siempre se basó en esperar.
Se limpiaba el rimel que resbalaba por su mejilla, nunca consiguió verse elegante a los ojos del tiempo, su desorden e inestabilidad era el reflejo de su estilo.
Se encendió otro cigarro, respiró tres veces, y lo que antes fue una profunda tristeza se convirtió en una sonrisa enlatada, ella, y su manía de intentar esconder los escombros de un corazón roto que empezaba a tardar en reconstruir.
Era una persona difícil, cambiante, ahora está de buenas y sus ojos marrones desbordan alegría y ahora está de malas y sus ojos se vuelven negros como la noche.
Se levantó, intentó recordar algunos versos que la tranquilizasen, cómo no, Neruda, siempre Neruda, cuando se perdía se buscaba en sus versos, en unos labios de alguna rana, que algún día fue príncipe azul
La soledad marcó su vida, y así decidió caminar, sola, de tarde en tarde, cuando las voces de alrededor le impedían escucharse a si misma, se subía a una ventana y dejaba volar el tiempo junto con su imaginación escuchando Sabina, siempre Sabina, y es que, según ella, ya no quedaban hombres como él.
Al llegar a casa se acostó, prometiéndose, como cada domingo dar un cambio a su vida, soñar en tecnicolor con una vida llena de felicidad y armonía, donde la indiferencia marcase su camino, un camino ahora con gente en cada parada.
Estaba bien eso de convertir cada fin de semana a un príncipe en rana en la primera cita, pero era absurdo llegar a casa y echar de menos el calor de unas sábanas que nunca fueron compartidas.
Así pues, al lunes siguiente, sin dejar de lado su estilo desordenado y estrambótico, se miró al espejo, se puso elegante y caminó con la cabeza alta, dejando atras los residuos de una vida oscura y sin éxito, para dar paso a una gratificante aunque no menos dolorosa verdad.
Se enamoró, y aunque jamás dejaría de escribir en papel sus mayores sueños frustrados ni de fumar, ni de escuchar a Sabina, ni de leer a Neruda, se convirtió en una persona nueva, alegre, extrovertida, y tan sumamente sincera y ácida que dolía.
A veces pisoteaba su orgullo frente a miradas extrañas, bajo las voces que le gritaban que era diferente.
Hasta su último cabello ahora negro, rebosaba ironía y sarcasmo esporádico, era una chica natural, sus pensamientos puestos en palabras solían estar desnudos, sin esconder casi nunca nada.
De pequeña, fue una niña rara, de mayor, fue una mujer complicada.
Pese a su rápida madurez por los cientos de tropiezos que le hizo dar la vida de vez en cuando necesitaba subirse a la ventana, y dibujar mentiras en el aire
Nunca más se limpió el rimel de la mejilla, puesto que paseaba orgullosa sus lágrimas, esas, que ahora desbordaban momentos de lucidez y desfase.
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