Te dormiste bajo el sol de una tarde de domingo, echando de menos todos esos pequeños detalles que lo hacían tan especial: su inquietante deseo por controlar absolutamente todo, su aplastante ego, su temple y seguridad mezclado con el verde aceituna de sus ojos...
Y soñaste entonces, que sus manos se alejaban con el resto de su cuerpo hacia ningún lugar, y sentiste por primera vez en mucho tiempo, el miedo de perder a alguien amado.
La lluvia te despertó, al fin y al cabo el invierno también trabaja los domingos.
Te sentaste bajo techo viendo como el sol que brillaba hacía apenas tres minutos se encontraba bajo una capa de nubes negras.
La lluvia, la misma que un día rozaba el cristal trasero de un coche aparcado en una playa desierta, con la misma fuerza que tú le tirabas del pelo.
La misma que mojaba tu cara y tu ropa camino de su casa.
La misma lluvia que os unió un día veintiseis.
Entonces decidiste dejar de echarlo de menos, salir en su búsqueda, y dejar que la lluvia te calara, como te calan sus besos, esos que atraviesan tu ropa y mojan tu piel.
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