El reloj cantaba las dos de la mañana, y entonces la ví.
Una bellísima mujer entró en el antro de cada fin de semana, donde maldecía mi funesta vida, ahogando mis penas en cuatro o cinco gyn tonics, según qué cara me pusiese la luna después de salir del trabajo.
Me enamoré de ella en el momento que le miré el pelo: tenía un recogido que parecía como si se hubiese pasado horas peinándose, pero se veía claramente que aquella melena había sido maldecida por un mal día de ahí que estuviese destrozada. Solo quedaban resquicios de la perfecta noche que le habrían prometido a aquella bella dama.
Se sentó, elegante ante mis ojos, llamó al camarero y se pidió una bebida.
Martini seco, cómo no, con aceituna.
Vestido de gala, labios rojos.
Las dos y media y seguía estando sola.
Miraba lentamente por encima de su hombro a todos los allí presentes, y su presencia no pasaba desapercibida, pero nadie era capaz de enfrentarse a sus ojos negros y cansados.
Sonaba Piano Man en la radio, a mí se me acababa la bebida, así que decidí, en un afán por salvarle de aquella soledad, acercarme.
La invité a una copa, ni siquiera me miró, se limitó a alzar la vista al frente y decir con una voz rasgada:
-No vengo aquí a que me salve, valgo mucho más que todo esto, un perdedor como usted no merece mi grandeza, con el mero hecho de dirigirle la palabra se debería sentir lleno de satisfacción. Gracias por la copa, puede irse si lo desea. Cómo ve, soy algo más que un cuerpo, así que, sin saber si quiera si usted viene o no con dichas intenciones, le aconsejo sutilmente que se marche de mi lado, como le he dicho, no he venido aquí a ser salvada, sé nadar sola, he aprendido a flotar con la corriente, así que si desea bañarse en este mar que es la vida conmigo espero que entienda que o se limita a flotar como un tronco muerto a mi lado, o se deja hundir por mis propias manos.
Sonrió tristemente.
Una bellísima mujer entró en el antro de cada fin de semana, donde maldecía mi funesta vida, ahogando mis penas en cuatro o cinco gyn tonics, según qué cara me pusiese la luna después de salir del trabajo.
Me enamoré de ella en el momento que le miré el pelo: tenía un recogido que parecía como si se hubiese pasado horas peinándose, pero se veía claramente que aquella melena había sido maldecida por un mal día de ahí que estuviese destrozada. Solo quedaban resquicios de la perfecta noche que le habrían prometido a aquella bella dama.
Se sentó, elegante ante mis ojos, llamó al camarero y se pidió una bebida.
Martini seco, cómo no, con aceituna.
Vestido de gala, labios rojos.
Las dos y media y seguía estando sola.
Miraba lentamente por encima de su hombro a todos los allí presentes, y su presencia no pasaba desapercibida, pero nadie era capaz de enfrentarse a sus ojos negros y cansados.
Sonaba Piano Man en la radio, a mí se me acababa la bebida, así que decidí, en un afán por salvarle de aquella soledad, acercarme.
La invité a una copa, ni siquiera me miró, se limitó a alzar la vista al frente y decir con una voz rasgada:
-No vengo aquí a que me salve, valgo mucho más que todo esto, un perdedor como usted no merece mi grandeza, con el mero hecho de dirigirle la palabra se debería sentir lleno de satisfacción. Gracias por la copa, puede irse si lo desea. Cómo ve, soy algo más que un cuerpo, así que, sin saber si quiera si usted viene o no con dichas intenciones, le aconsejo sutilmente que se marche de mi lado, como le he dicho, no he venido aquí a ser salvada, sé nadar sola, he aprendido a flotar con la corriente, así que si desea bañarse en este mar que es la vida conmigo espero que entienda que o se limita a flotar como un tronco muerto a mi lado, o se deja hundir por mis propias manos.
Sonrió tristemente.
Infravaloré a aquella desconocida dama.
Pude observar mientras acababa mi copa, todas las heridas que marcaban las partes desnudas de piel que no dejaba a la imaginación.
Cicatrices que marcaban una infancia difícil, una juventud dura, una madurez excesivamente dolorosa. Heridas que aún emanaban alcohol y sangre.
-Siento haber sido tan brusca, usted no es quien debería estar llenando mi soledad esta noche.
-Lo imaginé, se le nota cansada.
-Todo el mundo está cansado de algo.
-¿Usted de qué?
-De la vida, de los sueños, del amor, de la riqueza, de la fiesta, de la hipocresía, de la mentira…
-Vaya, eso parece demasiado.
-Estoy tan cansada que podría dormir durante días, semanas, años.
-Me encantaría ofrecerle mi lecho para que descanse abrazada a alguien, pero este perdedor no ha venido a salvarla.
Me levanté, cogí mi chaqueta, me encendí mi último cigarrillo y salí de aquel apestoso antro lleno de mujeres que llevan en el presente heridas del pasado.
Mujeres que creen que un hombre puede sanar las heridas que ha causado otro, pero que no saben, que a veces no las sanan, sólo las aumentan.
Pude observar mientras acababa mi copa, todas las heridas que marcaban las partes desnudas de piel que no dejaba a la imaginación.
Cicatrices que marcaban una infancia difícil, una juventud dura, una madurez excesivamente dolorosa. Heridas que aún emanaban alcohol y sangre.
-Siento haber sido tan brusca, usted no es quien debería estar llenando mi soledad esta noche.
-Lo imaginé, se le nota cansada.
-Todo el mundo está cansado de algo.
-¿Usted de qué?
-De la vida, de los sueños, del amor, de la riqueza, de la fiesta, de la hipocresía, de la mentira…
-Vaya, eso parece demasiado.
-Estoy tan cansada que podría dormir durante días, semanas, años.
-Me encantaría ofrecerle mi lecho para que descanse abrazada a alguien, pero este perdedor no ha venido a salvarla.
Me levanté, cogí mi chaqueta, me encendí mi último cigarrillo y salí de aquel apestoso antro lleno de mujeres que llevan en el presente heridas del pasado.
Mujeres que creen que un hombre puede sanar las heridas que ha causado otro, pero que no saben, que a veces no las sanan, sólo las aumentan.