Puede parecer una vana promesa de juventud, una de esas que se hacen los quinceañeros en todas las películas de los sábados tarde, pero se equivocan.
Ella tenía un largo y pedregoso camino recorrido, le pesaba la sombra de su pasado a su espalda, le dolían los pies, y su voz ya estaba cansada de entonar el mea culpa.
Él volvía de la guerra, de un hostal barato de besos y amor sin compromiso, su hombro enrojecido por la carga de su fusil recordaba un sinfín de malos momentos por olvidar.
Y entonces ocurrió:
Varias metáforas más tarde, ambos coincidieron haciendo un descanso en unas ruinas un tanto extrañas. Él, al verla, pensó que había encontrado cobijo, ella, vió un claro dentro de la tempestad, alguien que le ayudase a descargar el pasado de su espalda.
Se sentaron y conversaron durante muchísimo tiempo, tanto que casi pasó un año y cuatro meses. Imagínense, si estuvieron tiempo hablando que aquellas ruinas, cansadas de ser pasado se convirtieron en una preciosa casa que evocaba al futuro.
Cuando se quisieron dar cuenta estaban dentro de un nuevo hogar, con el pestillo echado a la guerra, los pies descalzos y descansados y todo lo malo olvidado.
Entonces ella preguntó:
-¿Cariño, seremos la envidia del mundo para siempre?
Y él contestó:
-Sí, te lo prometo.