Medio
paquete de tabaco más tarde y un par de cucharadas soperas de Nocilla decidí
empezar a escribir algo de lo que (estaba totalmente segura) iba a
arrepentirme.
Y así fue.
Tras varios sofocos sin sentidos y consentidos me paré un segundo a pensar en
el por qué de esta incongruencia. El por qué cada vez que mi móvil sonaba (hoy)
lo miraba ansiosa por si era él, que en un acto heroico se había decidido a
saludar.
Si bien salvó mi sábado podría salvar mi domingo… ¿no?
Pues no.
Anochecía, como siempre a esta hora, y, a estas alturas de la semana sabía muy
bien que no volvería a verle hasta dentro de cinco días.
Cinco días mirando el móvil como una inepta, supeditando mi vida a las redes sociales
del siglo XXI sólo con la intención de saber cómo estaba, sólo para que me
diese los buenos días y sonreír sabiendo que se había acordado de mí.
Hicimos un trato, hará seis meses, trato
que al escribir esto incumplo de una manera ruin, pero quien me conoce sabe
cómo soy: Una sonrisa encantadora me ciega.
Y él cuando le da la gana puede llegar a ser realmente encantador.
Cierto es que un par de comentarios retrógrados hace que titubee ante un futuro
que parece no estar muy lejos.
Parece, porque aquí, Donatello se pone el caparazón de una sentada y se esfuma
de mi camino en barco hacia aguas ajenas.
He de reconocer que no me reconozco, que lejos de que me guste esta sensación
que ya he experimentado antes hoy por hoy la aborrezco hasta la saciedad.
No es él lo que quiero para mí, pero tras varios sofocos sin sentido y
consentidos esto empieza a tomar forma.
Dicen que el roce hace el cariño y, Cariño, tú y yo de roces ya sabemos más de
lo que dicen.
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